Dice el refrán que cuando el río suena, agua lleva. Y eso viene a significar que a menudo damos por buenas ciertas explicaciones pese a carecer del conocimiento suficiente para argumentar por qué eso es así. A partir de lo que percibimos, elaboramos una tesis personal que, finalmente, acaba siendo corroborada por la realidad, nosotros nos alegramos por el acierto y al mecanismo generador de esa tesis lo llamamos intuición.
En el año 2003, un departamento especializado de la Universidad de Leiden, en Holanda, realizó un interesante estudio sobre la exposición de conductores al alcohol cuyas conclusiones se publicaron en la revista del programa Traffic Injury Prevention. Para aquel estudio se escogieron 2.780 voluntarios con los que realizar un ensayo clínico controlado con el objetivo de evaluar la concordancia entre las cantidades de alcohol ingeridas, las tasas que ofrecían los etilómetros y la sensación de seguridad que percibían los conductores a la hora de sentarse al volante.
Se establecieron dos grupos de voluntarios. Al primero de ellos, como grupo activo, se le fue ofreciendo cantidades concretas y crecientes de alcohol. Al otro, como grupo de control, se le ofreció un placebo, una bebida sin alcohol pero con un aromatizante que dejara regusto de bebida espiritosa. A medida que iban bebiendo, cada uno de los participantes fuer preguntado por sus percepciones sobre sus capacidades para conducir y luego se le sometió a una prueba de pericia con un simulador de conducción. El estudio duró dos meses y arrojó algunos datos que merecen ser leídos con mucha atención:
- Con una tasa de alcohol en aire espirado inferior a 0,15 mg/l, el 23,2% de los conductores que habían bebido no se sentían capaces de coger un vehículo y el simulador de conducción les daba la razón en un 7,3% de los casos, que fue el porcentaje de conductores bebidos incapaces de superar la prueba. El grupo de control, habiendo tomado un placebo, percibían el riesgo de la conducción en un 10,3% de los casos mientras que fracasaban en el simulador un 4,3% de ellos, y es que hay conductores que no necesitan beber para dar resultados mediocres en un simulador de conducción.
- Con una tasa entre 0,15 y 0,25 mg/l, todavía dentro de los márgenes de la legalidad para la mayoría de los conductores, un 15,2% de los individuos que habían bebido no se veían capaces de conducir y el simulador les daba la razón en un 11,3% de los casos. Por su parte, los conductores engañados, creyéndose al borde de los límites legales de alcoholemia, manifestaron que no eran capaces de conducir en un 11,1% de los casos, mientras que el 4,8% fracasaron en el simulador.
- Al superar la tasa de 0,25 mg/l y hasta los 0,40 mg/l, sólo un 5,4% de los conductores ebrios determinaron que no podían conducir, lo que corroboró el simulador en un 35,4% del total de los conductores, resultando aptos para la conducción el resto de los conductores que habían bebido. Los sometidos al placebo apenas registraron variaciones sobre la tasa anterior, ya que en realidad no habían bebido nada de alcohol en toda la prueba.
- Por encima de 0,50 mg/l, un ínfimo 1,7% de los conductores del grupo activo consideraron que no estaban como para conducir, aunque la prueba del simulador marcó decisiones incorrectas en el 88,1% de los casos.
A mitad del estudio, y tras dejar un mes de intervalo, los grupos activo y de control se cruzaron, los conductores que bebieron alcohol tomaron un placebo y los engañados bebieron alcohol, y los resultados no difirieron significativamente.
Sin embargo, quizá el dato más interesante de todos es que el experimento Leiden… simplemente no existe. Nunca se ha llevado a cabo más allá de nuestra imaginación y si llamáis a la prestigiosa Universidad de Leiden os dirán que no saben de lo que les estáis hablando. A pesar de eso, más de uno habrá pensado que los resultados que hemos comentado son aceptables o creíbles, ¿verdad? Y esto seguramente sucede porque esos datos surgen de una ficción cercana a lo que la realidad nos muestra, convenientemente filtrada por esa sensatez o sentido común que tenemos todos nosotros.
Resumiendo, si creemos en el falso experimento Leiden es porque las conclusiones que arroja se parecen bastante a lo que intuimos cada uno de nosotros. Por supuesto, la única tasa de alcohol compatible con la conducción segura es 0,0, pero más allá de eso a ninguno nos sorprende, por ejemplo, que con una elevada tasa de alcohol en sangre el conductor sea incapaz de decidir adecuadamente sobre la conveniencia de dejar quieto el coche, ya que todos entendemos que la sensación de falsa seguridad y de falsa confianza sobrepasa a su raciocinio.
De manera análoga, tampoco es de extrañar que con una tasa baja de alcohol haya una gran cantidad de conductores que todavía discriminan si pueden ponerse al volante o no, ya que la mayoría de nosotros poseemos una cierta dosis de autocrítica a pesar de que el alcohol nos haya mermado ya las capacidades necesarias para una conducción segura.
Y tampoco suena tan raro que a tasas poco superiores a 0,25 mg/l haya individuos que se vean capaces de coger un vehículo, ya que a ese nivel de alcoholemia disminuye mucho la percepción del riesgo, y que el simulador corrobore sus sensaciones porque, a fin de cuentas, todos sabemos que las circunstancias que rodean el consumo del alcohol inciden en los efectos de la alcoholemia sobre la persona, dependiendo de muchos factores. Por eso hay conductores que con una tasa inferior a 0,25 mg/l dudan sobre si coger o no el coche, y bien que hacen en planteárselo, mientras que hay otros que con una misma tasa pueden incluso ser aptos para la conducción... siempre que no se les presente un imprevisto que les exija el 100% de sus capacidades.
La tasa 0,25 (0,25 mg/l en aire espirado, y 0,5 g/l en sangre para ser más precisos) no es más que un punto de corte a partir del cual marcamos que muchos conductores no serán capaces de manejar un vehículo y, por tanto, ante la actual falta de tests precisos que discriminen a pie de carretera quién superaría la prueba del simulador y quién no, no podemos dejar que un tanto por ciento elevado de conductores a los que sí que les afecta el alcohol vayan por ahí asumiendo ese riesgo para sí mismos y para los demás.
Por añadidura, la tasa 0,25 es el compromiso que, como sociedad, estamos dispuestos a aceptar en el sentido de que haya conductores que efectivamente han bebido pero que, por pura estadística, se supone que no acabarán chocando contra nadie ni contra nada. Por debajo de ese límite legal cualquiera con dos dedos de frente debería tener claro cuáles son sus límites y que, por encima de todo, la única tasa segura es 0,0. El resto son parches impuestos por una serie de personas a modo de frontera legal, pero no decididos por ni para cada uno de nosotros.
De hecho, cuanto menor es nuestro grado de alcoholemia, mayores son nuestras posibilidades de decidir si conducimos o no, y cuanto más nos acercamos al límite legal de alcoholemia, más nos avisa nuestra intuición de lo que debemos hacer por nuestra seguridad y por la de los demás, dejando de lado el miedo a soplar y que nos castiguen por conducir bebidos. Cuando la tasa de alcohol en sangre es ya demasiado elevada, ya no somos nosotros quienes decidimos. De ahí que la conclusión caiga por su propio peso: ¿vale la pena exponerse al riesgo? Que cada cual decida cuál es la respuesta, pero que nunca lo haga la botella.
Las políticas europeas en materia de alcohol al volante tienden a la tasa 0,0, aunque ese camino se presenta largo y sinuoso en unos estados que, en mayor o menor medida, viven de la producción de bebidas alcohólicas y tienen el alcohol como un referente cultural. Aunque, haciendo un paralelismo un pelín oportunista por mi parte (lo reconozco), si en los últimos tiempos se ha dado un vuelco a la situación del tabaco en nuestro entorno en virtud de los problemas de salud que causa, ¿por qué no puede ocurrir lo mismo con la bebida, al menos en el terreno de la conducción? ¿Habrá gobierno que se atreva con eso? Hagan sus apuestas…
Idea original | Dr. Josep Serra
Foto | Metro Centric, Henry Burrows, Bruce Turner