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Channel: Conductor y ocupantes – Circula Seguro
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Legañas al volante

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Tres señoras durmiendo

El otro día, como cada mañana, salía caminando de mi casa en dirección a la estación de cercanías. Es algo que llevo haciendo mucho tiempo, desde que era un simple estudiante. Y, ahora, incluso con permiso para conducir y vehículo propio, sigue siendo mi opción preferida por su reducido coste (tanto para mi bolsillo como para el ambiente), relativa puntualidad, elevada comodidad y seguridad.

Como yo, muchas otras almas cada mañana deciden acercarse al lugar de trabajo o estudio con transporte público. Una de las ventajas de este tipo de transporte es que uno puede elegir a qué dedica el tiempo del trayecto. Por contra, si uno elige el vehículo particular, no hay elección: debemos dedicar el 100% del tiempo a intentar sobrevivir un día más a la jungla de asfalto.

En el tren, hay entretenimiento para todos los gustos: hay quien lee un libro, repasa apuntes, escucha música, juega con algún aparato electrónico, o simplemente observa las musarañas. Yo soy de la opinión de que la forma más productiva de invertir el rato es dormir, con lo que el trayecto nunca es lo suficientemente largo.

Retomando el hilo de lo que iba diciendo, el otro día, como cada mañana, salía caminando en dirección a la estación de cercanías con una cara de sueño que cualquiera me habría confundido con un bailarín del coro de Michael Jackson en Thriller. Agradecí que mi destino diario sea un lugar bien comunicado, que me permita ir en transporte público. Porque, según razonaba yo a aquellas horas de la madrugada, tomar el coche con ese sueño sería algo realmente duro, pesado… y peligroso.

No sé si realmente se comprende todo lo que ocurre en nuestro cerebro durante el sueño. Pero está claro que, mientras dura, la mayoría de nuestras actividades cognitivas quedan suspendidas. Y, una vez despiertos, nos cuesta cierto tiempo recuperarlas completamente.

Y eso se nota no sólo en la expresión de nuestro rostro, que nunca debería ser vista por otro ser humano, sino por una torpeza y lentitud de reflejos evidente. Está bastante claro que es un estado de consciencia intermedia totalmente incompatible con cualquier concepto de seguridad vial.

Una chica somnolienta

Mientras pensaba todo esto, las ruedas metálicas del tren rechinaban al frenar delante de mi. Me acomodé en uno de mis asientos favoritos, donde observando el romper de las olas podría arañar unos minutos de sueño al largo y duro día. Y mientras cerraba los ojos, recordé un día en que sí me vi obligado a tomar mi coche poco después de despertarme por la mañana.

Las circunstancias que lo propiciaron ahora no vienen al caso, pero sí recuerdo que la noche anterior estaba algo contrariado por ellas. Me daba tanto respeto tener que manejar un vehículo sin haberme despejado completamente, que incluso temía que no sería capaz ni de arrancarlo sin calar el motor.

No fue así. Supongo que tiene que ver con lo interiorizados que tenemos los movimientos de nuestro cuerpo que hemos repetido infinitas veces. Igual que podemos caminar hasta el baño cuando la necesidad nos apremia en mitad de la noche.

Sin embargo, como dije antes, fueron mis habilidades cognitivas las que no estuvieron a la altura. Pocos metros después de salir de mi garaje, pasé por una intersección. Por mi izquierda, un vehículo salió de su lugar de estacionamiento en una callecita transversal, y estuvo a punto de ignorar mi prioridad de paso (no sólo porque yo le venía por su diestra, él también tenía un stop).

Recuerdo que al ver aparecer aquellas luces de la nada me sobresalté bastante. Pero no hice nada. O, mejor dicho, hice algo: frenar. Pero tarde. No pisé el freno hasta que mi vehículo había rebasado completamente la intersección en cuestión. Si el otro vehículo no hubiera terminado por detenerse a tiempo, me lo hubiera tragado de pleno. Y eso que, en condiciones normales, había tiempo de sobras para que yo también reaccionara.

Pero la cosa no se acaba ahí. Una vez me hube parado yo también, tardé unos segundos en entender lo que había pasado. Me quedé ahí quieto, desorientado.

En realidad, pese a la forma en que lo he contado, no fue ni algo digno de llamarse susto. El otro no necesitó clavar frenos violentamente para evitar colisionar conmigo. Fue mi somnolencia la que me hizo tener una visión distorsionada de la realidad.

Desde aquél día, si me veo obligado a tocar un volante de buena mañana, me autoexijo despertarme un rato antes para poder despejarme. Los trucos habituales son bienvenidos: un baso de leche caliente, una ducha (normalmente soy de los que prefiere darse la ducha diaria antes de dormir, no por la mañana), etc.

En cualquier caso, lo que tengo más que claro es que no quiero que las legañas vuelvan a ser mis compañeras de viaje. A no ser, claro está, que me lleve un tren, que con el traqueteo duerme uno de maravilla.

Fotos | Salzoman, Natalia Lobato


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